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Al Natural


Andrés emana una sonrisa generosa cuando escucha. Sus dreadlocks se arremolinan sobre su cabeza como espárragos frescos. Sentado con las piernas abiertas en la orilla de una plataforma de madera desgrana alverjas de la concha verde como un pianista como un pianista toca sonatas sin mirar el piano.  Aunque su casa está en la misma colina donde vive Luis, tienen el privilegio de estar del otro lado de la cima, a la orilla de la reserva. Por eso, para él es un deleite contemplar la marea de niebla que en las mañanas cubre el follaje del bosque y hace invisible el plumaje de decenas de pájaros aumentando el sonido de sus cantos. La casa es de ladrillo cocido, con poca decoración y mínimamente amueblada. Posee la riqueza de la sencillez y si bien lleva muchos meses habitándola, percibo en los pocos objetos que se cruzan por mi mirada la esencia de quien va de paso o apenas llega.  Andrés aprendió a medir el tiempo en la edad del día. Se despierta, como todo buen campesino, en el bostezo del alba. Va creciendo con la mañana realizando sus labores y cuando ya la tarde es sabia y da paso a la noche, él ya ha cosechado los frutos de sus manos y tiene en sus pensamientos muchas semillas por sembrar. Tras el vano de una ventana invisible la cocina es un laboratorio de aromas y especies. Camila, en el silencio de los arbustos y árboles descubiertos a través de sus exploraciones y mezclados a los recuerdos de su infancia en una comuna poblada por manchas de bosque, prepara alimentos. Vital, un pastor alemán atlético y alegre, olfatea el aire nutriendo su sentido más agudo. En el amplio balcón de la entrada sueña el café despulpado y el jardín de suculentas sonríen en el sol del mediodía.  Abajito, en la loma, donde se labraron escalones para la siembra de la huerta, el cuerpo enredado de las leguminosas está marchito, pero entre sus hojas secas las conchas duras protegen las semillas como tesoros dormidos. Andrés desprende con suavidad tres vainas. En un gesto de amistad abre una y me ofrece las semillas. Luego asciende entre flores silvestres como por el curso de un río hasta la casa observando con esperanza el verdor de una planta joven de tabaco. La sombra de la casa abriga sus pies descalzos. Contempla con amor cómplice a Camila y pasa la mano con ternura por las orejas de Vital. Bajo el vano de la ventana se inclina frente a un pequeño altar donde deposita el resto de las semillas. Ellas iluminan su hogar, son la fuente de sus ilusiones, su piel brillante refleja el paso de tiempo moldeando su forma perfecta, expresando en su fertilidad callada la filosofía de Andrés y Camila de un buen vivir al natural.



 
 
 

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